martes, 30 de abril de 2013

Alicia Florrick frente al espejo


SPOILERS de la cuarta temporada de The Good Wife

Dicen los King en una entrevista concedida a The Daily Beast que Alicia Florrick es mucho más divertida cuando sale perdiendo y tiene que batallar. Y tienen toda la razón; tras aquella genial primera temporada, mucho más íntima y seria –probablemente también mucho más serial–, lo procedimental ganó la batalla en The Good Wife, pero son los momentos en que Alicia Florrick se enfrenta a sus fantasmas cuando de verdad se nos ponen los pelos de punta. What’s in the box?, la última season finale, no se corta un pelo en mirar atrás a la hora de colocar a su protagonista en una nueva y complicada posición de batalla: la escena final del capítulo se marca un homenaje, cualquiera diría que consciente, al primer episodio de la tercera entrega, A new day, cuando Alicia reflexiona ante el espejo del hall de su casa antes de que suene el timbre y encare con más o menos valentía un nuevo reto. Lo que antes fue una decisión sentimental es ahora una laboral, aunque la frontera entre ambas dimensiones siempre ha estado voluntariamente difusa en la ficción. A The Good Wife le sienta genial echar un vistazo a su trayectoria, no sólo porque rescata la faceta más emotiva de los primeros capítulos, sino porque permite a su protagonista enfrentarse a sí misma tras una temporada en que sus actos han sido un tanto reprobables. 

The Good Wife siempre acaba recurriendo al regreso al pasado, algunos consideran que de manera tramposa, como maniobra para que Alicia haga pie en pared antes de que se deje llevar demasiado por la vertiginosa Lockhart & Gardner. Si la tercera temporada trató el regreso al hogar del matrimonio Florrick, y finiquitó con un acercamiento a Peter, ahora más evolucionado aunque sin completar, What’s in the box? también retoma cierta nostalgia –desde los guiños In my opinion a ese toque tan Foreign affairs, el episodio en que Alicia descubre la infidelidad de su marido con Kalinda durante otras elecciones–. ¿La redención? ¿La espantada de Lockhart & Gardner junto a Cary es una forma de dar la espalda a la cada vez más perversa dinámica empresarial de Will y Diane, retratada de forma cruel por los guionistas tirando incluso de crisis económica? ¿Es una nueva ambición igual de peligrosa –"podríamos ser los nuevos Diane y Will", dice Cary– o solo una forma de alejarse de Will? Capítulos geniales como The Seven Day Rule y Red team, Blue team, muestran con claridad los grises morales de los dueños de L&G tanto como los de la propia Alicia Florrick, que acepta ser socia de la compañía acercándose a la traición y dejando los remordimientos de lado pero sin posicionarse claramente junto a Will y Diane.

La cuarta season finale remata de forma excepcional –del cliffhanger shockeante y el happy ending temporal de la primera y segunda entrega al reflexivo de la tercera y al revolucionario de esta última– la temporada más oscura de The Good Wife. No solo para la protagonista, a la que hemos visto lidiar de nuevo con lo político y lo personal de forma a veces cuestionable, culminando en un juicio en el que será su propio hijo quien deba decidir el futuro de los Florrick en la Casa Blanca de Illinois. Los últimos 22 episodios, que probablemente superan a todos los anteriores en matrículas de honor, profundizan de forma muy realista y actual en los pocos blancos y negros del resto de personajes:  Will y Diane, que luchan de manera burda en ocasiones por su bufete y, en el caso de ella, por un despacho en el Tribunal Supremo; el lado todavía más bad-ass de Kalinda, de quien no sabemos si ha tenido que mancharse o no las manos de sangre para deshacerse de su ex marido; Peter Florrick acaba haciendo la vista gorda sobre la corrupción en su campaña a gobernador cuando ya estábamos convencidos de su rehabilitación; Cary –de él dicen los King que nos preparemos de cara a la quinta temporada– y su salida de Lockhart & Gardner por la puerta de atrás… Y esto hablando solo de 'los buenos' de The Good Wife

Por todas estas cosas The Good Wife es una maravilla televisiva. Un portento de la creación y evolución de los personajes, que ayudan a la ficción a representar un panorama cada vez más contemporáneo de la justicia y la política, que apuesta por el riesgo y se aleja de las posturas contrarias y maniqueas en las que caen algunos procedimentales de network. En esto también sobresalen Alicia Florrick y compañía; la serie es el drama más solvente de la televisión actual –el entretenimiento y la calidad hacen tan buenas migas en pocas producciones–, un acabado perfecto entre la excelencia de lo episódico y lo serial, con una TSNR mantenida a lo largo de cuatro años de manera envidiable –¿renovará Alicia los votos hacia Peter como ha prometido o volverá a Will, con quien tendrá que enfrentarse en los juzgados? –. Y sobre todo destaca por su tono modernísimo en el retrato del ascenso femenino, de la marca blanca de la Florrick de entonces a la experta traficante de influencias –¿no os suena a la Birgitte Nyborg de la danesa Borgen?– con la que nos identificamos ahora en cada giro y a la que perdonamos en sus meteduras de pata de camino al triunfo igual que escondemos nuestros propios cadáveres en el armario. La realidad no es tan simple ni Alicia Florrick tan 'the good wife'; precisamente por todas esas cosas seguimos amándola.

jueves, 25 de abril de 2013

La miniserie (II). El mainstream norteamericano


No sé si habréis visto Scarlett (1994), la televisiva segunda parte de Lo que el viento se llevó en que Timothy Dalton interpreta a Rhett Butler. O las versiones noventeras de Merlin con Sam Neill y Alicia en el País de las maravillas con Tina Majorino. Puede que esta vez la memoria nos juegue una mala pasada –afortunadamente, porque eran muy cutres– y hayamos olvidado que algunos pasábamos las noches de sábado, cuando aún faltaba mucho para ir a la discoteca o para tomarse el primer cubata, viendo miniseries norteamericanas. Puede que también ahora, con menos inocencia y más juicio, escojamos la miniserie británica, de la que hablamos en la primera parte del especial, pero la made in USA, como casi todo en lo catódico, fue la primera en romper fronteras con producciones que darían envidia a mucho blockbuster. No solo por el presupuesto, también por la pasta política, sociocultural y artística que gastan muchas de ellas, aventuras arriesgadísimas no siempre aptas para networks y que, a diferencia de lo british, deben salir del bolsillo privado. Saltamos el charco para conocer la miniserie norteamericana, desde la influyente Hermanos de sangre a la reciente La Biblia pasando por la cinematográfica Mildred Pierce.  

También al contrario que en las producciones inglesas, la miniserie estadounidense tiene poco que ver ya con lo estrictamente televisivo; mientras las primeras buscan constantemente nuevos formatos que empaticen con las nuevas audiencias, la industria yanqui se ha instalado en el modelo HBO, muy arriesgado en discurso pero a veces poco en el género. Algo que no pasaba en los 90, cuando se emitían miniseries de corte más familiar y fantástico que cuestionaban en efectos especiales lo que se veía en la televisión de otros países –las ya mencionadas Merlin o Alicia–; o ficciones a la vanguardia de los géneros, como las perturbadoras It (1990) y Langoliers (1995), basadas en novelas o relatos de Stephen King, una fórmula que rescató La maldición de Dark Lake en 2011. La actualidad es para cafeteros; la miniserie nace de las cadenas de abonados, y HBO se lleva la palma con historias que se la juegan muchísimo en lo político y en lo socialGame Change y su secuela en producción, Double Down; o las The Corner y Generation Kill de David Simon–, que rehabilitan y acercan durísimos relatos históricos o personalidades olvidadas Hermanos de sangre, The Pacific, John Adams o Temple Grandin–; y que apuestan por la estilización de lo cinematográficola magistral Mildred Pierce, de Todd Haynes–.

La producción que se sale por la tangente en la actualidad conversa con esos dos tipos de miniserie a través del tiempo. Ficciones de los últimos años como Tin Man, la revisión de El Mago de Oz de 2007 protagonizada por Zooey Deschanel y Alan Cumming; o la próxima La Cúpula de CBS, inspirada también en una novela de Stephen King, apuestan con más o menos suerte por el género y el entretenimiento. Curioso es también el ejemplo del formato tradicional de History Channel, las recientes miniseries Hatfields & McCoysEl asesinato de Lincoln o la mediática La Biblia. ¿Su reflejo? Cadenas que han pasado más desapercibidas o nuevas plataformas que buscan su propia audiencia tanto como su propia marca, arriesgando en parrilla a través de la eficaz fórmula política consagrada por HBO. Por ejemplo, la fallida Political Animals (2012), de USA Network, o la House of Cards de Netflix, que nació como miniserie y ha logrado una segunda temporada. Hemlock Grove, también de Netflix, parece seguir el mismo camino que su predecesora aunque en otras coordenadas de género: una primera entrega de tanteo a la espera de ser renovada o no. De lo prolífico a lo inmovilista, de lo innovador a lo estilizado; la miniserie norteamericana, como en todo lo televisivo, lidera el mainstream. ¿También la vanguardia?

martes, 23 de abril de 2013

Hemlock Grove, los cimientos del nuevo terror


"Un Twin Peaks monstruoso", dijo Eli Roth y se echó a dormir. El director norteamericano, que ha andado casi siempre a la zaga de otros compañeros de generación como Quentin Tarantino y Robert Rodríguez, continúa en los márgenes de la producción de terror en su incursión en la pequeña pantalla. Una serie indie, sí –si por ello entendemos que Roth ha recurrido a Netflix para sacar adelante el proyecto–, pero poco humilde a la hora de dar vida al horror televisivo. Hemlock Grove sería poco sin True Blood y American Horror Story, desde el rollo redneck de la de Alan Ball a los momentos WTF de Briarcliff, pero se agradece muchísimo que la ficción no se sirva de Crepúsculo ni del calco vintage para reconstruir a vampiros y hombres lobos desde abajo. El creador de Cabin Fever y Hostel, la poco aclamada sucesora de Saw, sobre todo su genial primera parte, reivindica en Hemlock Grove algunas referencias chulas de la serie B –que sus padres cinematográficos consagraron en Grindhouse, aunque en otros subgéneros– y recuerda a algunos jóvenes cineastas del terror que de forma nostálgica beben de aquello.

Hemlock Grove, adaptación de la novela debut de Brian McGreevy, comienza con el brutal asesinato de una joven animadora, destripada de forma sangrienta en la noche por un animal misterioso. De fondo, la guerra fría entre los Godfrey y los Rumancek. El primer capítulo de la ficción narra la llegada a Hemlock Grove de Lynda Rumancek (Lili Taylor) y su hijo Peter, un gitano mestizo de 17 años, que parecen tramar una venganza contra una poderosa familia local. El enigma rodea también a los Godfrey, liderados por Olivia (Famke Janssen en modo Victoria Grayson), su perturbado hijo Roman (interpretado por Bill Skarsgard, hermano de Alexander e hijo de Stellan) y su hija Shelley, fruto de una misteriosa mezcla genética. La estructura de las series de Netflix, cuya plataforma online permite poner a disposición del espectador todos los capítulos a la vez, concede a Hemlock Grove ciertas licencias respecto a la serialidad que hacen que se desarrolle en cierta manera como una película. El primer episodio sirve como enigmático aperitivo a la espera de las sorpresas y personajes que están por llegar.

La de Eli Roth es, además, un buen fichaje para la plataforma; los de Netflix están siendo listos a la hora de adaptar formatos que no supongan un gran riesgo –The Killing ya cuenta con sus incondicionales, y House of Cards era éxito seguro, desde su excelente original a su envidiable equipo– y también en el enfoque de su programación hacia una nueva audiencia, amante del género y que se desenvuelve como pez en el agua en las redes sociales. ¿Será Netflix una FX online? ¿Y Hemlock Grove una Bram Stoker 'meets' American Horror Story? Lo incuestionable es que la ficción es un milagro de las referencias para los seguidores de ciertos nichos del terror: las vampíricas estirpes del Drácula original; la obra ochentera de Stephen King con incestuosos misterios raciales y gitanos de por medio (algunas llevadas al cine, de Sonámbulos a Thinner); la imagen contemporánea de lo adolescente en directores jóvenes como Ti West (The House of the Devil, The Innkeepers). Hemlock Grove es una mirada atrás, sí, pero muy sintomática respecto a cuál puede ser el espíritu del nuevo terror televisivo.

jueves, 18 de abril de 2013

La miniserie (I). La excelencia británica


La nueva calidad nace con los capítulos contados; In the flesh, Broadchurch, Top of the lake. Las series que han obtenido mejores reviews en los últimos meses, en una genial fiebre televisiva, son de las de una noche, de las que de un día para otro te dejan la pantalla en negro y el corazón rebosante de felicidad. La miniserie, o al menos la que nace como tal y consigue quedarse, es una dinámica esencial de la ficción actual, y ha dejado de ser una rara avis en parrilla para convertirse en imprescindible de todo ranking catódico. Habrá quien se plantee (si es tan rubio como yo, que sí lo he hecho) el sentido de este whatthefuckante milagro televisivo, que cuestiona la serialidad del medio pero va más allá de cualquier película y encima se mete a todo el mundo en el bolsillo. Desde la visionaria House of Cards de 1990 a la próxima superproducción de Jonathan Strange and Mr. Norrell, son los británicos los que han creado escuela más allá del mainstream norteamericano. ¿Querrá la BBC dar salida cultural al dinero público? ¿Van las demás cadenas a rebufo con sus propias marcas? A ellos debemos clásicos contemporáneos como The Crimson Petal and the White o Secret State.  

"En la BBC esto no pasa". Una investigadora con la que coincidí no se cansaba de alabar a la plataforma británica, y es que las cadenas públicas serias, no como la nuestra, saben gastar el dinero sin sodomizar al contribuyente. Con miniseries, por ejemplo. La BBC se juega su contenido cultural en ficciones que acercan grandes autores y dejan babeando a los expertos. El reivindicado caso de Jane Austen, por ejemplo, en su clásica Sentido y sensibilidad (1981) y la Orgullo y prejuicio de Colin Firth (1995). O las más modernas The Crimson Petal and the White –inspirada en la novela de Michel Faber de 2002, su mejor miniserie en los últimos años–; Grandes Esperanzas (2011) de Dickens; o Parade's End (2012) de Ford Madox Ford, arriesgadísimas en lo formal. Lo social y político también tiene su cupo, de una manera sorprendentemente crítica para venir de la cadena pública. Series de género negro o policíaco como The Shadow Line (2011) y Line of Duty (2012) hablaron de la corrupción en los Cuerpos del Estado; Exile (2011), de Paul Abbott, lo hizo sobre la crónica negra británica, y The Hour (2011), que nació como miniserie, arremetió contra el historial político de la propia BBC. 

Pero parece que los alumnos aprenden deprisa. Otras cadenas británicas como ITV, Channel 4 o E4, que popularizó Misfits, se han tomado al pie de la letra este estándar que les obliga a estar a la constante búsqueda de ideas y formatos y a aproximarse a la nuevas audiencias tanto como la maestra. Miniseries de las últimas temporadas, por su naturaleza o por falta de renovación, como In the flesh, Broadchurch, Secret State o la aclamadísima Utopía, demuestran que esta industria está por encima de las demás en géneros y discursos. Paradigmático es el caso de Charlie Brooker, creador de la excepcional Black Mirror, que huyó de la 'miniserialidad' en su segunda temporada. El guionista sorprendió antes de su obra maestra con series rompedoras como Dead Set (2008), una particular visión del fenómeno zombi, y A Touch of Cloth (2012), una revisión muy ácida de los procedimentales policíacos con otra temporada en el horno. En el tintero quedan las que pusieron sus cartas sobre la mesa y no se hicieron con más: las grandísimas The Fades, revolución del género adolescente, y Hit & Miss, del Paul Abbott más incisivo y personal. 'Miniseries por defecto' que nos ayudarán a entender la versión europea continental de esta dinámica. Como en Hormigas blancas, esa historia tendrá que reposar y ser contada en otro momento.

martes, 16 de abril de 2013

Sorkin estilizado


Las pantallas de la sala de realización de ACN News vuelven a parpadear. Will McAvoy engrasa su silla y prepara los micrófonos para volver al aire el próximo 14 de julio. The Newsroom ha rematado en estos días la promoción de su segunda temporada; a los fichajes estelares que se anunciaron hace unos meses –la esperadísima  RosemarieDeWitt, que renunció finalmente a su papel, fue pronto sustituida por la no menos esperada Marcia Gay Harden–, se han sumado la fecha de estreno y el primer teaser de los nuevos capítulos. La ficción de Aaron Sorkin es con seguridad una de las más polémicas de HBO con permiso de Girls; más allá de sus ratings, que convencieron en la primera temporada, The Newsroom, o más bien su creador, es uno de los campos de batalla de la crítica norteamericana actual. El melodrama y la moralina camuflada de platonismo a la que acostumbran las series de Aaron Sorkin, El ala oeste de la Casa Blanca por delante, no le desmerecen como narrador audiovisual imprescindible. ¿O sí? El productor y guionista volvió el año pasado a la televisión, Oscar por La red social bajo el brazo, para sentar nueva cátedra, ahora sobre el periodismo. ¿Es oro todo lo que reluce?

De nuevo entre la radiografía sociopolítica y el retrato idealista, Aaron Sorkin analiza en The Newsroom las complicadas dinámicas que someten el día a día de la redacción de un noticiario televisivo revolucionario. Desde su superioridad moral, sus creadores, Will McAvoy y MacKenzie McHale, unos grandes Jeff Daniels y Emily Mortimer en sus un tanto insoportables papeles, acaban venciendo ante las críticas de los medios que deslegitiman su trabajo –pullitas a TMZ que se gasta Sorkin– y a la presiones políticas y económicas de la propia cadena –unos no menos geniales Jane Fonda y Chris Messina–. Un azucarado discurso político, económico y social sobre el gremio que, según dicen los críticos que dicen los periodistas, tiene poco de verdad. En este punto Sorkin se enfrenta a otras ficciones sobre la profesión más desapercibidas –sería fácil mirar por encima del hombro desde la atalaya de HBO, y de un nombre construido a base de talento también, ojo– pero igual de arriesgadas y puede que más certeras: la State of Play del británico Paul Abbott; la sobresaliente The Hour, de BBC sobre la a veces cuestionable BBC de los 50; incluso la quinta temporada de The Wire.

¿Retrato profesional, relato ejemplar o paja mental? Aaron Sorkin ha reconocido que el discurso estilizado de The Newsroom sobre el periodismo no es más que una visión idealista y envidiable del asunto. ¿Se puede estilizar un discurso al igual que una imagen, maquillar la realidad para que la audiencia la consuma sin atragantarse? ¿Hizo lo mismo Sorkin en El ala oeste de la Casa Blanca, tildada de muy soft pero que ha hecho historia, encuestas mediante, por reformular la imagen que los espectadores tienen de la política? Al igual que series como Roma o Los Tudor, salvando las distancias, crearon formas entretenidas para la inaprensible Historia, Sorkin hace su parte con discursos actuales de manera encomiable. Y aunque Shonda Rhimes pueda morir de envidia con sus culebrones, sus ficciones apuestan con más o  menos acierto por el riesgo y los grises morales. Por algo El ala oeste de la Casa Blanca es la gran serie política mainstream –en una época, la del 11S, en que era difícil entrar al trapo– y The Newsroom lleva el mismo camino en su retrato contemporáneo de las CNN de turno.