jueves, 30 de mayo de 2013

Nashville en vena


SPOILERS de la primera temporada de Nashville

Nashville es esa serie de la que nadie hablaba hasta que ha acabado. Pero no en plan calidad retrospectiva a lo The Wire; el culebrón funciona mejor a lo montaña rusa. Cuando estás arriba el mamarrachismo noventero te hace pasarlas putas, pero cuando te bajas estás loco por repetir, sobre todo si hay cliffhanger con slow motion de por medio, y ya se sabe que en este blog somos muy de la soap-opera de prime time. La fórmula culebronazo meets musical con acordes country hizo de Nashville uno de los proyectos más simpáticos de los Upfronts 2012 (este blog es tanto de la soap-opera como de las Dixie Chicks), no solo por el divismo que prometían los tirones de pelo entre dos reinas del banjo, sino porque Connie Britton iba a ser una de ellas, la más reina, Rayna, que no se llama así en la ficción gratuitamente. Sin embargo, la promesa de ABC, que comparte género y parrilla con otras más mainstream como Revenge o Scandal, se desvaneció tras un piloto muy meh en el que guión y canciones eran mucho más horribles de lo esperado. Pero qué bien le sienta lo cutre a una serie como Nashville que 21 capítulos y algunos cuernos, divorcios e hijos ilegítimos después está en todas las home de blog. Y el country se lo dejamos a las Dixie Chicks.

Y lo del cliffhanger con slow motion va en serio, por algo es Nashville el culebrón más vintage. La escala es la siguiente: Revenge es la más contemporánea, con twists que tiran de explosión y contraseña de base de datos; Dallas consagra las telenovelas latinas de la década de los 2000 pero también tiene tablet y Windows 9, y Nashville es pura guitarra, giro venezolano y recurso noventero a lo cliffhanger con slow motion. El placer está servido. La pelea de gatas entre la veterana y la advenediza es un rito de paso del género, y aunque ha sido ése el atractivo de la serie, Nashville no ha podido con los tándem Hewes-Parsons (Damages también era muy del culebrón) o Grayson-Clarke. La cuestión es que la intención de Callie Khouri, oscarizada por el guión de Thelma y Louise y hoy creadora de Nashville, no era honrar al género sino componer un relato sobre la industria musical; el resultado, tan superficial que ha quedado para hacer compañía a la Sue Ellen Ewing de turno. El enfrentamiento entre Rayna James (Britton), una veterana del country que reivindica su gloria, y Juliette Barnes (Hayden Pannetiere), una joven estrella que huye del taylorswiftismo, no consigue contar nada nuevo sobre eso tan jodido que dicen que es la fama.

Lo estrictamente musical tampoco nos invita a tomarnos Nashville en serio, y eso que el encargado de tal tarea es T-Bone Burnett, compositor clave de la industria y marido de Khouri. El equipo del productor no ha logrado sacar más de un par de temas interesantes (Casino, de Clare Bowen y Sam Palladio, y las actuaciones de Lennon y Maissy Stella, que interpretan a las hijas de Rayna James, son lo mejor de la serie), ni siquiera cantados por las protagonistas (y gracias, porque son letales al micrófono). Si añadimos las disputas de producción que comentaba Deadline y el descontento de Connie Britton hacia el pésimo guión, nos quedamos con una serie atomizada sin demasiado potencial que puede dar gracias por seguir viva. A falta de un gran musical, genialérrimas son las tortas de Rayna y Juliette en plena gira: amores y paternidades imposibles (no hay forma de que Rayna y Deacon echen un polvo a gusto); intrigas políticas de andar por casa (las del pánfilo alcalde Conrad, ex marido de la James, y su suegro); ligoteos empalagosos sobre el escenario (Scarlett y Gunnar, la mejor opción musical de Nashville), y dramas familiares variados (lo de Juliette y su madre es de soap-opera de libro). Un culebrón como Dios manda, y encima con canciones pegadizas.

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