jueves, 30 de mayo de 2013

Nashville en vena


SPOILERS de la primera temporada de Nashville

Nashville es esa serie de la que nadie hablaba hasta que ha acabado. Pero no en plan calidad retrospectiva a lo The Wire; el culebrón funciona mejor a lo montaña rusa. Cuando estás arriba el mamarrachismo noventero te hace pasarlas putas, pero cuando te bajas estás loco por repetir, sobre todo si hay cliffhanger con slow motion de por medio, y ya se sabe que en este blog somos muy de la soap-opera de prime time. La fórmula culebronazo meets musical con acordes country hizo de Nashville uno de los proyectos más simpáticos de los Upfronts 2012 (este blog es tanto de la soap-opera como de las Dixie Chicks), no solo por el divismo que prometían los tirones de pelo entre dos reinas del banjo, sino porque Connie Britton iba a ser una de ellas, la más reina, Rayna, que no se llama así en la ficción gratuitamente. Sin embargo, la promesa de ABC, que comparte género y parrilla con otras más mainstream como Revenge o Scandal, se desvaneció tras un piloto muy meh en el que guión y canciones eran mucho más horribles de lo esperado. Pero qué bien le sienta lo cutre a una serie como Nashville que 21 capítulos y algunos cuernos, divorcios e hijos ilegítimos después está en todas las home de blog. Y el country se lo dejamos a las Dixie Chicks.

Y lo del cliffhanger con slow motion va en serio, por algo es Nashville el culebrón más vintage. La escala es la siguiente: Revenge es la más contemporánea, con twists que tiran de explosión y contraseña de base de datos; Dallas consagra las telenovelas latinas de la década de los 2000 pero también tiene tablet y Windows 9, y Nashville es pura guitarra, giro venezolano y recurso noventero a lo cliffhanger con slow motion. El placer está servido. La pelea de gatas entre la veterana y la advenediza es un rito de paso del género, y aunque ha sido ése el atractivo de la serie, Nashville no ha podido con los tándem Hewes-Parsons (Damages también era muy del culebrón) o Grayson-Clarke. La cuestión es que la intención de Callie Khouri, oscarizada por el guión de Thelma y Louise y hoy creadora de Nashville, no era honrar al género sino componer un relato sobre la industria musical; el resultado, tan superficial que ha quedado para hacer compañía a la Sue Ellen Ewing de turno. El enfrentamiento entre Rayna James (Britton), una veterana del country que reivindica su gloria, y Juliette Barnes (Hayden Pannetiere), una joven estrella que huye del taylorswiftismo, no consigue contar nada nuevo sobre eso tan jodido que dicen que es la fama.

Lo estrictamente musical tampoco nos invita a tomarnos Nashville en serio, y eso que el encargado de tal tarea es T-Bone Burnett, compositor clave de la industria y marido de Khouri. El equipo del productor no ha logrado sacar más de un par de temas interesantes (Casino, de Clare Bowen y Sam Palladio, y las actuaciones de Lennon y Maissy Stella, que interpretan a las hijas de Rayna James, son lo mejor de la serie), ni siquiera cantados por las protagonistas (y gracias, porque son letales al micrófono). Si añadimos las disputas de producción que comentaba Deadline y el descontento de Connie Britton hacia el pésimo guión, nos quedamos con una serie atomizada sin demasiado potencial que puede dar gracias por seguir viva. A falta de un gran musical, genialérrimas son las tortas de Rayna y Juliette en plena gira: amores y paternidades imposibles (no hay forma de que Rayna y Deacon echen un polvo a gusto); intrigas políticas de andar por casa (las del pánfilo alcalde Conrad, ex marido de la James, y su suegro); ligoteos empalagosos sobre el escenario (Scarlett y Gunnar, la mejor opción musical de Nashville), y dramas familiares variados (lo de Juliette y su madre es de soap-opera de libro). Un culebrón como Dios manda, y encima con canciones pegadizas.

martes, 28 de mayo de 2013

La promesa del musical


SPOILERS de la segunda temporada de Smash

Se esfuma la promesa del musical televisivo. La cortina ha caído definitivamente para Smash, el musical más musical hasta hoy, probablemente el musical más musical que veremos en la pequeña pantalla. La serie de NBC, el gran proyecto de la network de los últimos años, agarró el toro por los cuernos en lo que se refiere al género y se metió con Broadway, que para algo es la Meca del espectáculo en cuestión, convirtiéndose en una de las ficciones más meta. No solo en lo musical, también en lo televisivo; Smash pasó a vivir de su propio chiste, y no le ha venido mal a la hora de despedirse, sin meterse el dedo en la llaga ni tomarse demasiado en serio pero con respeto hacia lo que tenía entre manos. Y es que lo de Smash ha sido un canto de cisne que se llevaba afinando un tiempo; tras una primera temporada que no convenció a la audiencia, Josh Safran sustituyó a Theresa Rebeck y parcheó la ficción de tal forma que perdió a los indecisos y cabreó a gran parte de sus defensores incondicionales. Las decisiones que parecían necesarias, tomadas a partir de la crítica y el hatewatching, resultaron fallidas en una dinámica perversa. Smash estaba herida de muerte.

Separar a Ivy y Karen, desmarcarse de Bombshell y meterse en Hit List para quitarle culebrón al asunto y dedicarse exclusivamente a Broadway acabó con el discurso más interesante y meta de Smash; el de los dos reflejos opuestos de la fama, el de la ambición desmedida de Ivy y el de la humildad sobre seguro de Karen, a través de la rehabilitación de una figura que siempre se debatió entre ellos dos. Marilyn Monroe fue el alma de la serie para aquellos para los que los tropezones de Smash eran solo un peaje que se pagaba gustosamente con tal de no perderse los geniales números musicales de Bombshell, y que han sido sus últimos valedores. La 'popera' Hit List era el alivio necesario –dábamos por hecho que la ficción sería insostenible con un solo musical–, que acaba cuajando en los últimos capítulos, aunque no gracias a sus protagonistas. Jimmy y Kyle, los creadores de Hit List, han sido una de las malas decisiones de la segunda temporada, personajes arquetípicos interpretados por actores mediocres (por no hablar del fichaje desaprovechadísimo de Jennifer Hudson), que además comparten escena una y otra vez con la unigestual Katharine McPhee. Mientras tanto, las carismáticas Megan Hilty y Bombshell perdían protagonismo por defecto. 

La segunda temporada de Smash pone sobre la mesa de nuevo la efectividad de ese 'quiero y no puedo' de las networks para acercarse al cable con series más cuidadas y de menos capítulos, entre las que también ha fracasado The Following. La de NBC triunfa en lo visual y en las fórmulas del género pero no en lo dramático, en lo que roza el absurdo; la Smash de Josh Safran ha abierto tramas que cantan por innecesarias incluso en los tres últimos capítulos. ¿Debería haber cerrado otros conflictos como la reconciliación sin rematar de Karen y Ivy? ¿Nos dice algo el embarazo de Ivy o la relación de Tom con el actor supuestamente gay de cara a la finaleel showrunner afirmó en Entertaiment Weekly que la tercera temporada de Smash habría tirado por el musical de Hollywood– o es una puerta abierta ante una posible resurrección que no han cerrado? La recta final se marca además un Deus ex machina de libro que nos ha costado comprar y que, según explica Safran también en la entrevista, tenía preparado desde el principio. La muerte de Kyle causó tan nulo impacto emocional como la aportación anterior del personaje a la temporada, pero sirvió para remendar a las malas ciertos descosidos, y con eso nos hemos conformado a tales alturas de la película. 

La desaparición del joven dramaturgo reconcilió al equipo de Hit List, convirtió el musical en el nuevo fenómeno de Broadway, lo mandó directo a los Tony y nos regaló algunos últimos números dignos. Pese a que el Rent particular de Smash no provoca ni la mitad de simpatía que Bombshell, es innegable que ha ayudado a la serie a bordar esa parte de identificación del género que la hace irrepetible. Los momentos musicales protagonizados por Marilyn Monroe hablaron del duro camino a la fama con tanta claridad como Don't Let Me Know o The Love I Meant To Say, de Hit List, lo hacen sobre la tormentosa relación entre el bala perdida de Jimmy, Karen y Kyle. Esa autorreferencialidad se ha repetido de forma divertida en lo que respecta a la recepción de la serie por parte de la audiencia, sobre todo en la finale: Derek, Julia y Jimmy acaban enfrentándose a sus errores; Bombshell y Ivy baten a Hit List y Karen en los Tony en la ficción así como en la realidad Megan Hilty ha superado a Katharine McPhee en carisma; incluso Christian Borle, que interpreta a Tom Levitt, la gran estrella de la serie, dedica un guiño a la cámara. Smash no ha conseguido ser el musical definitivo que prometió, pero ha abierto un camino del género que será difícil volver a transitar.

jueves, 23 de mayo de 2013

The Americans, políticas de alcoba


SPOILERS de la primera temporada de The Americans

Parece que son inevitables las comparaciones entre Homeland y The Americans, incluso entre algunos grandes de la crítica que se han puesto a ello frame a frame. Y lo cierto es que aunque parezca un poco descabellado medir ambas series con el mismo rasero, la de FX ha coincidido con la de Showtime no en similitudes argumentales pero sí en una revolución estructural y casi metafísica del thriller político. Homeland, además de giros y finales letales, es una mirada obsesiva y paranoica sobre la política y el terrorismo, tan relativista y personal que ni siquiera el filtro de su protagonista nos garantiza seguridad. Al igual que en unos meses Hostages, de CBS, y antes Boss y House of Cards –estas dos últimas desde posiciones aún más distantes–, The Americans habla del género a través de algo tan personal como en este caso el matrimonio, una figura en la que lo político y lo individual también pueden andar a guantazo limpio, en función del propio discurso de la serie, la época que ésta retrate, etc. Así ocurre en la alcoba de Elizabeth (Keri Russell) y Phillip Jennings (Matthew Rhys), miembros de la KGB que fingen ser ciudadanos norteamericanos en pleno período Reagan de la Guerra Fría. Aun así, The Americans no es Homeland ni falta que le hace.

Las nominaciones a los Critics Choice' que ha conseguido The Americans recuperan el debate de cuáles son las nuevas ficciones que harán competencia a las grandes en los Emmy de este año –se habla también de la entrada de Netflix y Sundance con House of Cards y Rectify–, y la de FX tiene por el momento bastantes papeletas. La serie se desmarca así de Homeland, por muy interesante que sea su relación, que la hay, pero más allá de lo argumental, para brillar con luz propia; donde Homeland es velocidad y tensión, además de enjundia política, Joe Weisberg (ex miembro de la CIA y hermano de un importante periodista político norteamericano) pide a The Americans más paciencia, pero juega con una documentación y una recreación excelente y una fidelidad reconocible al thriller de espionaje de la época –más que ambientada, parece una película del género producida en 1981–. La serie es además, un relato más realista sobre el espionaje en un periodo de especial ebullición en el gremio; en una entrevista a un experto en la Guerra Fría, Vulture analizó ciertos costes de verosimilitud –"espiar es mucho más aburrido", afirmó John Prados– en pos del efecto diegético. Aun así, The Americans parece una radiografía más que confiable sobre el programa de 'agentes dormidos', del que los estadounidenses saben poco.

Lo interesante de The Americans es que también profundiza en lo que hay detrás del thriller, en las implicaciones sociales y personales que hay detrás de los micrófonos camuflados y las radios ilegales, detrás de la misión; en este punto su discurso no se cruca solo con Homeland, también con Casablanca, o Deseo, peligro, de Ang Lee, por ejemplo. Elizabeth y Phillip arman una reflexión sobre el matrimonio que ya le gustaría a muchos mal avenidos sin ser espías; los protagonistas comienzan a quererse después de 20 años de unión; los secretos y el deber los separarán una y otra vez, aún a riesgo de perder a sus propios hijos. Los conflictos acerca de dónde empieza la misión y dónde la identidad aparecen también en Beeman y Nina (grandes Noah Emmerich y Annet Mahendru), un agente de la CIA y su fuente rusa a lo Carrie-Brody; la competencia profesional ante el deber entre Elisabeth y su superior, Claudia (Margo Margindale, otra grande), o la relación entre esta última y Victor Zhukov, un general soviético. The Americans sustituye los despachos y las salas de tortura por las alcobas como cuartel; la política interrumpe el diálogo de los personajes tanto como éstos se juegan una nueva Guerra Mundial entre deseos, roces y peleas

martes, 21 de mayo de 2013

Complejo de Laura Palmer


Terciopelo azul (1986), de David Lynch, adelantó una de las inquietudes principales de la obra del director que cuatro años más tarde reflejó Twin Peaks. La oreja cercenada en el césped de un tranquilo barrio residencial sirvió de prólogo a los oscuros capítulos de adolescencia de Jeffrey, interpretado por Kyle MacLachlan, tanto como el cadáver de Laura Palmer en las orillas de Twin Peaksla primera escena de The Killing parece un malrollero guiño a esto– conversa con ese quebradero de cabeza del autor: la maldad que hay tras lo cotidiano. La serie de ABC adaptó para televisión el discurso que muchos han retomado después –Murder One (1995), Forbrydelsen (2007) y The Killing (2011) entre otras, incluso el acercamiento de Desaparecida (2007), El caso Wanninkhof (2008) y Punta Escarlata (2010)–, una fórmula particular del thriller que es ya un género en sí, uno de los más pulidos y aclamados. Las ficciones alrededor de un asesinato pueden ser tan adictivas y su intriga tan magistral como su drama identificador y empático, sobre todo cuando las víctimas son niños o adolescentes. Y además, fábulas fascinantes, en ocasiones muy personales Lynch lo hizo a través de lo subconsciente en Terciopelo azul, Twin Peaks, Mulholland Drive y otras sobre el reflejo perturbador de la normalidad, tan sosa como acojonante.

Dos han sido las ficciones de los últimos meses que se han acercado a la fórmula: Broadchurch, de la cadena británica ITV, desde una postura más clásica; la producción británico australiana Top of the Lake, desde la reflexión dispersa de Jane Campion, coautora junto a Gerard Lee. Ha sido Broadchurch, la primera en estrenarse, la que se ha llevado el gato al agua de público y crítica (se ha ganado una segunda temporada) por su ojo con las cartas del género, aunque quizá se las empolló demasiado bien. Chris Chibnall (Doctor Who, Torchwood) escribe y produce esta serie sobre el tranquilo pueblo costero de Broadchurch, que sufre la muerte de Danny, un niño de 11 años cuyo cuerpo es encontrado en la playa. El recién llegado Alec Hardy (David Tennant), que arrastra la culpa de una muerte sin resolver, se encargará del caso junto a Ellie Miller (Olivia Colman), una policía local. A partir de ahí se exploran de forma inteligente las convenciones conocidas: el crimen desvelará los secretos y la crónica negra de Broadchurch las tensas escenas corales, los montajes paralelos de los sospechosos, son lo mejor de la serie, que sufre una transformación oscurísima, de una localidad acogedora a un lugar peligroso, pese al clasicismo de la ficción. Los protagonistas, la creación de espacios y el giro final, la tragedia tras la tragedia, son el alma de Broadchurch.

La de Jane Campion y Gerard Lee es la maniobra contraria. Si Broadchurch tira de una historia original para ser puro género, Top of the Lake se acerca más a Twin Peaks; la fórmula es una excusa para poner en escena un discurso personal. En el caso de Lynch, rayadas sobre una maldad muy abstracta; en el de Campion, una radiografía social sobre la machista Nueva Zelanda profunda, un tema transversal que la directora ha tratado en su obra, el de lo femenino, desde El piano al corto The Lady Bug. Top of the Lake juega la baza de la desaparición, no asesinato, para hablar de la violencia femenina de la que huye tras quedar embarazada Tui, una niña de 12 años, hija de un patriarca de la droga de Laketop; Robin (Elisabeth Moss), que creció bajo la misma sombra, se hará cargo del caso. Su interesante narración, los geniales espacios y la relevancia sociocultural que pudiera tener se pierden en una reflexión demasiado dolorosa, con giros de dramatismo innecesario; su principal virtud, la transgresión que puede hacer avanzar el género, acaban haciendo de Top of the Lake un chiste sobre la discriminación positiva. Tan grotesco como pudo resultar el de David Lynch en Twin Peaks, pero sin Dale Cooper, Laura Palmer, Bob ni su loquísima originalidad.

viernes, 17 de mayo de 2013

Upfronts 2013. Otra vez la crisis de las networks


Finaliza la semana más loca de los upfronts norteamericanos tras mediáticas renovaciones, cancelaciones y apuestas que de momento solo sirven para llenar porras, de nuevo entre el moderado hype de los tráilers y el escepticismo de estar ante el aperitivo de otra temporada desastrosa. Otro año de upfronts que ni frío ni calor, otro año de networks cada vez más canceladas y poco a poco ausentes en los rankings especializados, incluso en las redes sociales; un panorama para cagarse de miedo ante el empuje de un cable siempre al día –a HBO, Showtime y AMC se suma una FX cada vez más aclamada– y nuevas plataformas con ojo para los bombazos seriéfilos –Netflix y sus House of Cards y Hemlock Grove–. Aún así, entre promo y promo de pilotos mainstream o más discretos, del blockbuster de SHIELD de ABC a la prometedora The Michael J. Fox Show de NBC, parece que la televisión en abierto ha decidido empollarse el cable y adaptarlo de nuevo a sus posibilidades. Entertainment Weekly publicó unos meses un decálogo de consejos de calidad, a partir de The Walking Dead, que las networks deberían aprenderse y que, a pesar de ser una selección particular, son bastante certeros a la hora de localizar los pilares de la nueva década de ficción. El peligro es, precisamente, tomárselo demasiado al pie de la letra.

Incluso la que acumula ratings más resultones se ha puesto las pilas. CBS, la estrella procedimental, de las clásicas CSI y NCIS a las actuales Elementary, Person of Interest y The Good Wife; la reina de las comedias, con imprescindibles como The Big Bang Theory y 2 Broke Girls, se la juega con un político más arriesgado –volvemos al decálogo de James Hibberd: más reales, más seriales, más pacientes, más valientes–, Hostages, la que parece su gran apuesta para 2013/2014. Aparca el otro gran proyecto, Intelligence, el regreso de Josh Holloway, en los formatos de tramas horizontales, que le han dado series muy longevas pero con gran desgaste y casi  invisibles ya en tops y redes sociales, de Dos hombres y medio a Cómo conocí a vuestra madre, cuyo último cartucho, el de la señora Mosby, ha conseguido reconciliarla con el fandom. Algo que ha resultado artificioso en Fox, quizá por haberse confiado demasiado en intentos revolucionarios como Terra Nova o la decepcionante The Following. Aún así, la network reducirá el número de episodios de algunas de sus series para darle baza a la serialidad. En la próxima temporada invocará el espíritu Fringe en Almost Human y confiará en las comedias: a New Girl y The Mindy Project, su cara más amable, se suman Us & Them y Brooklyn Nine-Nine, entre otras. 

Lo de NBC sí que es para echarla de comer aparte. El barco capitaneado por Bob Greenblatt, que pareció querer renovar la network tirando de su expertise en el cable de Showtime, lleva tiempo enviando señales de SOS. Los upfronts, que se han llevado por delante a series no del todo desastrosas como Go On, The New Normal o Smash (bueno, Smash sí fue desastrosa) pero no han dicho palabra sobre Hannibal, siembra nuevas dudas: las mediáticas Crossbones y Dracula y la prometedora The Michael J. Fox Show (¿su nueva 30 Rock?). ABC también remienda descosidos –nos hemos mondado de la risa, en el mal sentido, con sus grandes del año pasado, Revenge y Once Upon a Time– a base de efectos especiales que de momento no pasan de un buen tráiler, el de Marvel's Agents of SHIELD, tras una temporada en la que han sobrevivido pocas novatas, Nashville y The Neighbours. La misma línea tradicional, segura y sin grandes ambiciones, consagra también The CW, otra con buen tiento a la hora de programar y de la que se han salvado su ojito derecho, Arrow, y The Carrie Diaries. La network teen, que ya ha testeado The Originals, se arriesgará con el histórico adolescente en Reign y persevera en el fantástico con The Tomorrow People, The 100 y Star-Crossed. 

miércoles, 15 de mayo de 2013

El salto del tiburón


SPOILERS de la segunda temporada de Revenge y Once Upon a Time

Debe de estar el pobre animal atragantadísimo con las noches de domingo de ABC, sobre todo después de las season finale que se han marcado esta semana Revenge y Once Upon a Time. A ellas nos enfrentamos entre el estupor y el horror de no haber visto temporadas tan malas en mucho tiempo, el hype ante un último tramo algo más movidito y la vergüenza de seguir viéndolas, pero estaba claro que iban a tirar de trampa para dejarnos con ganas de más. Como si fuera un salto del tiburón de los de toda la vida, esos giros que usan las ficciones cuando las audiencias no las acompañan, y en este caso particular, cuando los pocos expertos que las apoyaban han tirado también la toalla, para ganarse otra oportunidad aun sacrificando coherencia. Como de eso ya andaban cortas la maniobra tenía que surtir efecto sí o sí. Más en el caso de Revenge; la serie de Mike Kelley –¿qué será de ella tras la marcha de su creador, por mucha supervisión que nos quieran vender?– se despidió con una finale de dos horas a lo blockbuster: tras apagones y explosiones en pleno Manhattan, remató con la muerte de Declan y la confesión de Amanda. El viaje a Neverland en Once Upon a Time, sin embargo, ha patinado más que su compañera en lógica y también en cliffhanger.

Desde su debut en la parrilla de ABC en septiembre y octubre de 2011, desde fórmulas muy dispares también, lo de Revenge y Once Upon a Time han sido curiosamente vidas paralelas: ambas aligeraron la pequeña pantalla con formatos más frescos (una lideró la legitimación del culebrón de la nueva era, otra renovó el fantástico con guiños a Perdidos), sobrevivieron como los mejores estrenos de network y sorprendieron con finales modélicas tras algunos tropiezos en su primera temporada. Tropiezos que, por desgracia, han sido la tónica general para las dos en la segunda entrega; no se sabe bien si por no haber estudiado bien sus reglas o por haberlo hecho demasiado al dedillo. Si sus temporadas iniciales tuvieron buen ojo para definir la dirección de la serie y los personajes, las últimas han padecido todo lo contrario. Revenge volvió a emplear el juego temporal para mostrarnos el barco de Jack en el fondo del océano así como en el capítulo piloto nos sugirió la muerte de Daniel; sin embargo, la tensión climática ha brillado por su ausencia en el resto de episodios. Otro suspenso para Once Upon a Time, que comenzó a pelo y se ha debatido de forma cutre y aburridísima entre el regreso a Storybrooke, la dimensión real y en los últimos capítulos Nunca Jamás. 

La misma tontuna y sinsentido para los personajes, tanto los protagonistas como los nuevos secundarios. ¿Cuál de entre todas las puñaladas traperas que acumula Amanda Clarke es la importante, que me pierdo? ¿A quién quiere, a Jack, a Aiden o a Daniel? ¿Por qué Emma y Snow se han convertido en los personajes más maniqueos y estúpidos de la televisión? Otro tanto con los alivios de casting; que alguien me diga para qué han servido Aiden Mathis, Padma Lahiri o el medio hermano negro en Revenge. Mención aparte merece la tramposísima treta de la madre de Amanda, el gran cliffhanger de la primera temporada que prometía tramas infinitas para los nuevos capítulos; a Jennifer Jason Leigh, que podría haber dado muchísimo juego (confío en que volverá para arrastrar de los pelos a Victoria Grayson por los Hampton), la finiquitan de manera triste en dos episodios. Once Upon a Time parecía haber tenido más suerte con Cora y Hook como simpáticos villanos de remplazo hasta que llegaron Greg y Tamara del mundo real, que dan risa a los esbirros de Cruella de Vil. Por no hablar del reparto vergonzoso que gasta, desde Jared Gilmore, el niño protagonista, al logopeda urgente de Emilie de Ravin, que pierde funciones motoras capítulo a capítulo.

Con este panorama para echarse a llorar cualquiera se anima a ver una season finale, si acaso por el placer de cerrar temporada y poder arrancarse los ojos con los deberes hechos. Aún así, nosotros, animales televisivos, ya sabíamos que Revenge y Once Upon a Time son series de final de temporada, y hay que tener mucha fuerza de voluntad para no volver, al menos, a los brazos de Amanda Clarke. Revenge deja las puertas abiertas a nuevas venganzas –la de Nolan, a quien le han colocado el muerto de la Iniciativa; la de Jack contra Conrad Grayson, que se ha cargado a Declan en una cruel estrategia para destruir las pruebas que le implican en la muerte de la falsa Amanda– y otros giros whatthefuckeantes –el embarazo de Charlotte, el hijo desaparecido de Victoria y la confesión de Amanda a Jack en el último segundo–. Quien no nos la da con queso es Once Upon a Time, que nos ha dejado tan abrumados como horrorizados ante los parentescos de Storybrooke, que es más culebrón que Revenge –Henry es hijo de Baelfire, el hijo perdido de Rumple, que a su vez tuvo más que palabras con Cora, la madre de Regina–. Como todo queda en casa, Emma, Snow y familia se alían con Hook para salvar a Henry de Peter Pan, al que parecen haber sodomizado convirtiéndole en villano de Nunca Jamás. Sal de frutas para el tiburón.

jueves, 9 de mayo de 2013

¿Qué House of Cards me recomienda?



"You might think that, I couldn’t possibly comment". Cualquiera diría que han pasado 23 años desde que pronunció estas palabras Ian Richardson en 1990 hasta que Kevin Spacey tomó su relevo en 2013. 23 años han pasado desde el estreno de la serie británica House of Cards hasta el debut de su remake norteamericano, un diálogo temporal que sirve casi exclusivamente para demostrar lo visionario de la ficción inglesa y el liderazgo yanqui en lo narrativo y audiovisual. Ya habló Noelia Rodríguez en Series de Bolsillo sobre el reflejo que la versión USA ha proyectado de la original, dos series que, hechas de la misma pasta, la novela de Michael Dobbs y el guión de Andrew Davies, ponen en forma un discurso idéntico, sorprendentemente teniendo en cuenta el tiempo que las separa, que difiere solo en cuestiones de formato. Ambas ficciones dramatizan la venganza de un peso pesado de la política –el conservador Francis Urquhart en la pionera y el demócrata Francis Underwood en la moderna– que, tras ser relegado de un puesto en la Administración que le fue prometido, decide dar un golpe de Estado a través de una conspiración rastrera en la que no deja compañero con cabeza. ¿El precio? La traición, el delito e incluso el asesinato.

En una época en la que aún no estamos acostumbrados del todo a la transgresión catódica sorprende que una serie de los noventa arriesgara tanto en discurso y en planteamiento audiovisual. La House of Cards británica se la jugó con un retrato cruel y despiadado, aún hoy muy actual, sobre la dinámica política; después de cada vil jugada, Francis Urquhart se dirige al espectador mirada a cámara, una maniobra imagino que revolucionaria en la televisión de la época, con la que nos acerca a la intrahistoria de su gobierno tanto como nos obliga a conectar con él a través del control y el miedo. Una estrategia que no resulta tan acertada en House of Cards USA, pues pierde parte de la frontalidad a veces grotesca de la original; la evolución de la narración norteamericana en estos años, la herencia psicoanalítica heredada de HBO que muestran todas sus ficciones de calidad, acaba por humanizar a los personajes. Urquhart es un villano clásico, de una maldad pura mucho más acojonante; Underwood es un antihéroe yanqui, del que se exploran ciertos miedos y complejos –¿y una homosexualidad soterrada?– en un capítulo 'retrospectivo' sobre su pasado como estudiante en una escuela militar.

La estilización de la versión estadounidense en la ascensión de su protagonista al poder es por otra parte un puntazo genial del equipo de producción, liderado por Beau Willimon (Los idus de marzo), otro experto del mundo político, y David Fincher: la nueva House of Cards es más disfrutable y digerible –es imposible deshacerse del extrañamiento vintage al ver la original–, pule las aristas de la británica y profundiza en los tejemanejes de la Casa Blanca. Los cuatro capítulos de la de Ian Richardson saben a poco y dejan una sensación perturbadora; los 13 de la estadounidense se recrean en ciertos aspectos sin ser menos malrolleros. Además, gana en el resto de personajes: la maquiavélica Claire Underwood (Robin Wright), a la que se retrata a base de miradas, gestos y silencios en sutiles apuntes de guión, a diferencia de la simple Elizabeth Urquhart; Zoe Barnes (Kate Mara), la periodista a la que Underwood sirve de fuente (de ahí el lema de la serie, "You might think that, I couldn’t possibly comment") es más terrenal que Mattie Storin, que se 'sacrifica por amor'; Peter Russo (Corey Stoll), el cabeza de turco de Francis, menos extremo y grotesco que Roger O'Neill.

En lo que sí coinciden ambas House of Cards es en lo incisivo de la radiografía política. La de la BBC sorprendió entonces y lo hace ahora por su discurso visionario –es un síntoma que una serie tan cruel como ésta 'alabe' a Margaret Thatcher–, también en lo referente a los medios de comunicación –Ben Landless, dueño del Chronicle, es retratado como un Ciudadano Kane moderno–. La actual, de Netflix, se ha servido de ello para apuntarse a la nueva excelencia para la crítica televisiva, la tendencia más subjetiva del género en la que han abierto camino series dispares como Boss, Homeland o The Americans. Hablan con libertad sobre la infidelidad, las oscuras adicciones y los secretos sexuales en Downing Street y la Casa Blanca… Sobre todo destaca la fría y frontal violencia a través de la que nos acercan a la casta política; desde las escenas de caza de Urquhart hasta ese final shockeante en la azotea del parlamento; desde que Underwood sacrifica al perro de su vecino hasta que ejecuta el falso suicidio de uno de sus aliados. La House of Cards británica actúa desde la transgresión y el extrañamiento; la norteamericana, desde la estilización y la empatía.