Como eso tan bizarro que se dice de Gran Hermano, los problemas de la crítica cinematográfica se magnifican cuando la dura convivencia se traslada a la televisión. Tras arrebatar a la pantalla grande el número uno como medio masivo de entretenimiento (y más en época de torrents y crisis), la caja ha perdido de tonta lo poco que le quedaba; la legitimación cultural de sus productos ha convertido el debate sobre el canon televisivo en uno de los más interesantes del panorama contemporáneo. La Guerra de Series de la próxima semana en El País ha recuperado el diálogo (por no decirlo mal y pronto) entre la cultura popular, la crítica universal y algún que otro criterio, y han acabado todos a guantazo limpio en las redes sociales. La sangre de la crítica se ha vertido históricamente de dos frentes, el del arte y el de la industria; en cine y en televisión, la guerra fría se mantiene entre los que buscan unos criterios objetivos de calidad, parte del propio producto, o los que defienden la afinidad entre las ficciones en cuestión y la audiencia objetiva. Canon para todos los gustos.
Generalmente, el podio es el mismo para los primeros de la lista, con series de cable como candidatos regulares (veáse Los Soprano y The Wire); los segundos suelen dividirse entre ficciones de network (Buffy Cazavampiros y Lost, por ejemplo), que pese a su impacto generacional pierden prestigio con el paso del tiempo. La herencia cinematográfica tiene mucho que decir al respecto: la crítica moderna ha consagrado películas que se mueven entre el arte y el entretenimiento, desde la política de autores, que legitimó a los que violentaron el clasicismo desde dentro, como Sirk, Hitchcok o Ford, al fin del cine industrial de mano de Scorsese, Spielberg, Coppola y compañía. Los vicios y virtudes de los expertos se han mudado a la televisión; coinciden en los ranking especializados series clave en periodos de transgresión catódica (Los Soprano), con cierto discurso sociocultural en sintonía generacional (A dos metros bajo tierra), un planteamiento escrito y audiovisual más reflexivo que digerido (Mad Men), heredado de lo cinematográfico pero que mejora con la serialización del relato inherente al medio (The Wire).
El fandom, la cultura popular, las audiencias de nicho y los nuevos hábitos de consumo plantean más preguntas que respuestas sobre lo adecuado de este rígido sistema para la pequeña pantalla. Interrogantes acerca de la temporalidad de los juicios catódicos (¿qué ha pasado con la laureada La chica de la tele?); la influencia estructural de una serie (¿por qué la crítica se ha deshecho de una serie narrativamente relevante como Lost?); la calidad en función de formatos y géneros (¿por qué el 80% de los top seriéfilos pertenecen al drama, y por qué no hay ningún culebrón, por ejemplo, entre las mejores?); la especialización o no del aparato crítico (¿puede participar cualquiera en la elección de la mejor ficción televisiva, o deben hacerlo sólo investigadores o espectadores constantes?) y la penetración del propio producto (¿por qué las series mejor valoradas pertenecen al cable o presentan registros pobres de audiencia?). Si para algo sirve una Guerra de Series contemporánea es para poner evidencia lo old-fashioned del recién estrenado canon catódico; en época de bloggers y Twitter, la crítica efectiva opta por el búnker o el relativismo (¿Emmy vs. Critic's Choice?).