lunes, 5 de noviembre de 2012

Homeland: la mirada de Carrie Mathison

SPOILERS de la segunda temporada de Homeland

Así como los títulos de crédito de Vértigo adelantan el secreto del personaje interpretado por Kim Novak en el mcguffin de la obra maestra de Hitchcock, el opening de Homeland no es más que la mirada de Carrie Mathison ante la historiografía norteamericana del terrorismo. La chica de Langley, desde la infancia a la madurez, abre los ojos al imaginario televisivo de los atentados desde la guerra fría hasta el 11S, atrapada en un laberinto personal donde le acompaña el sargento Brody. Y lo cierto es que esa Carrie bipolar, para la que las líneas entre lo político y lo sentimental no existen, somos todos. Hablar de las similitudes entre Homeland y el thriller político heredado de los 70, que ya era cínico en su visión de las instituciones nacionales como el enemigo en casa, no es decir nada nuevo después de lo que se ha cocido en sus dos primeras temporadas; sin embargo, ver las reglas que el personaje de Claire Danes es capaz de saltarse en el horario de oficina sí es una vuelta de tuerca de discurso al que no estábamos acostumbrados. Nuestra mirada sobre el terror político en la agonía actual de la democracia, al igual que la de Carrie Mathison, ha de pasar por la rabia y la paranoia. 


A medio camino entre la enésima bajada a los infiernos de Carrie y la redención desganada de Brody, donde se retoman líneas argumentales de los primeros capítulos, Homeland sigue provocando taquicardias y apalabrando Emmys para el próximo año. Showtime se ha sumado al nuevo cable norteamericano del que hablamos el otro día, gracias al que entretenimiento y respaldo cultural ya no tienen que liarse a guantazos, con la serie de Alex Gansa y Howard Gordon. Los productores de 24 han adaptado para la pequeña pantalla yanqui la ficción israelí Hatufim, de Gideon Raff, que pone en forma la historia de tres prisioneros de guerra y su más que peliagudo retorno al hogar. Homeland se sirve de este drama, procedente de una sociedad moldeada por la violencia, para ilustrar cómo las nuevas generaciones observan la cultura del miedo generada por las últimas administraciones estadounidenses; de manera conspiranoica –Carrie se enfrenta al enemigo ajeno tanto como a ella misma y a sus propios compatriotas– y/o desconfiada –son sintomáticas las imágenes de Dana Brody y el hijo del vicepresidente Walden, que relativizan la política que se cuece en sus casas, ante el skyline nocturno del Washington institucional–.

Gran parte de esa relatividad e implicación subjetiva en el discurso de la ficción proviene de la relación sentimental entre Carrie y Brody, algo sobre lo que reflexionaron en Vulture la semana pasada. La tensión sexual entre los protagonistas es un reclamo ineludible en cualquier serie, pero en Homeland no hace perder ni un ápice de su coartada sociopolítica. Homeland es especialmente perturbadora en ese diálogo entre lo político y lo personal, una conversación estructural en muchas series actuales –The Good Wife y Damages, por ejemplo–, pero que en la de Showtime tiene consecuencias mucho más peligrosas. El particular romance entre Carrie y Brody es tanto un riesgo como una oportunidad; la intimidad entre ambos, que nació en el momento en que desvelaron sus secretos  –en el magistral The Weekend de la primera temporada–, es un juego ambiguo que los guionistas han rescatado en un shockeante giro de los acontecimientos. ¿Está políticamente justificado el acercamiento? ¿Tanto para Carrie como para Brody? ¿Expiará Brody sus culpas o volverá a traicionar a la CIA ahora que sirve como doble agente? ¿Conseguirá Carrie boicotear la misión terrorista o acabará de nuevo con la camisa de fuerza en los brazos de Brody?

lunes, 29 de octubre de 2012

Mockingbird Lane; muertos antes de empezar

En una decisión whathefuckeante de NBC aprovechando que Halloween está a una calle de distancia, Mockingbird Lane vio la luz en la pequeña pantalla norteamericana el pasado viernes 26 de octubre. La finalmente fallida revisión de The Munsters se subió hace un año al carro de los revival catódicos con más o menos lógica y oportunidad; rescatar a Herman y Lily Munster 50 años después del éxito inicial y tras el desapercibidísimo reboot ochentero habría sido de los bastante absurdos si Bryan Fuller no apareciera en los créditos. El creador de Tan muertos como yo y la aclamada Pushing Daisies ha acabado consagrándose como un autor de culto en sus particularidades televisivo-burtonianas (yo te hago una comparación con dos de pipas), y el hecho de que se metiera en harina para la NBC concedió al proyecto la esperanza de un adaptación entrañable y una original puesta en forma, que ya es mucho pedir para los remakes actuales. Nuestro gozo de Munsters a lo Fuller, en un pozo.


Los constantes cambios de guión han llevado a la cadena a suspender el proyecto tras ver el piloto, aunque sí se ha animado a emitir el resultado final. Lo que en un primer momento pudo parecer un vacile de la NBC a los seguidores de Mockingbird Lane, título que finalmente recibió la ficción, ha acabado siendo una maniobra no tan descabellada pero poco efectiva. NBC ha dado una vuelta a la lógica de guardar en el cajón los pilotos rechazados aun a riesgo de dos peligrosos supuestos: que la serie fuera un éxito y dejara a los ejecutivos como nefastos programadores, o que fuera una humillación para los responsables ante la crítica especializada. Aun así, los del pavo real prefirieron satisfacer a los incondicionales de Fuller con el piloto de Mockingbird Lane como premio de consolación, hacer alarde de presupuesto, que para algo le ha salido por un pico, y además tantear a la audiencia de cara a una posible resucitación del proyecto en un futuro no muy lejano. Cosas más raras se han visto en esta casa.

Y al final, ni una cosa ni la otra. Mockingbird Lane se estrenó sin demasiado éxito pero sin cifras indecentes; eso sí, se le han acabado viendo las costuras al invento. Los nuevos Munster profundizan en la trayectoria de los veteranos, en la llegada de Herman (Jerry O’Connell), Lily (Portia de Rossi) y compañía a Mockingbird Heights, y retoman el espíritu de comedia familiar de la original. Fuller se atreve también con el que parece uno de los discursos de la temporada: la normalización de los hogares rarunos con eso del "You are a Munster, not a monster". El piloto se centra en la relación del pequeño Eddie, que es poco consciente de lo especial de sus progenitores y nada de su propia condición de hombre lobo, con sus mayores; una trama entrañable en un capítulo entretenido para la vista pero ciertamente simplón considering además que no va a poder crecer en temporada. Algo que ya es un gran  mérito para un proyecto que estaba, como los Munster, muerto antes de empezar. 

viernes, 26 de octubre de 2012

Boss y la casta política

SPOILERS de la segunda temporada de Boss

En el Chicago de Boss no existen Alicia Florrick ni Teresa Colvin, ni siquiera un Omar Little o un Jimmy McNulty como en el también corrupto Baltimore de The Wire, tampoco un mafioso en proceso de arrepentimiento como el Rubén Bertomeu de Crematorio. En Boss, todo se rige por las dobles intenciones, ninguna mejor que otra, y hasta los buenos del ayuntamiento de Tom Kane acaban cediendo a la ambición o el miedo. Aún reciente el punto final de su segunda temporada, Boss ha terminado consagrándose como la serie más oscura del panorama televisivo actual. Mientras la moda de series sobre la corrupción del poder ambientadas en la actualidad nos han acostumbrado a un tira y afloja más o menos desigual entre el irredimible sistema político y la integridad de pequeñas fuerzas de resistencia, desde la sencilla The Chicago Code a la más pesimista de todas, The Wire, Boss elimina esa mínima esperanza de la ecuación. En el Chicago de Boss, como no puede ser de otra manera en manos de Gus Van Sant, no hay ni un día soleado, ni esperanza para la democracia.


Pese a pasar desapercibida para espectadores, y ahora también para la crítica, posiblemente por poner en forma discursos tangenciales de muchas otras ficciones, Boss es la que habla con más actualidad, y parece que también de la manera más realista de todas, sobre las dinámicas políticas en nuestros días. El adictivo encanto de la serie de Starz sobre la permanencia en el poder del alcalde de Chicago, Tom Kane (Kelsey Grammer), que padece una grave enfermedad neurológica, radica en que, a pesar de no contener ninguna escena sobre los movimientos sociales a lo 15M a los que se hace referencia, sigue siendo una reflexión brillante sobre la perversión del Estado del Bienestar. Boss es más Roma, Kings o Juego de Tronos que The Wire o The Chicago Code; en Boss, los ciudadanos no cuentan (prácticamente ni aparecen), todo se decide en despachos y salas de prensa, y ni siquiera así pierde un ápice de aparente realidad. Si The Wire es Dickens, Boss es Shakespeare, más cercano a la monarquía que al ayuntamiento, y aun así es un retrato excelente sobre la casta política.

La legitimación de Boss ha de pasar necesariamente por el reconocimiento de esa dialéctica magistral, inusual en la televisión actual. Desde David Simon, ningún drama en coordenadas genéricas cercanas ha conseguido labrarse una mitología propia como Boss: Tom Kane, al que la enfermedad le induce una paranoia cruel sobre el poder; Meredith Kane (Connie Nielsen) como reina de Chicago, en constante lucha por mantener su linaje en el trono; el candidato a gobernador Ben Zajac, que compensa complejos políticos con su superioridad en la cama; Kitty O’Neill, que se monta una venganza que ya le gustaría a Amanda Clarke; Ian Todd (Jonathan Groff), el hijo ilegítimo sin escrúpulos que busca lo que le corresponde aunque tenga que encalomarse a su medio hermana.

Gus Van Sant y el equipo de dirección combinan la calidez dramática de estos personajes con una puesta en forma fría, gris, que repele en un primer momento y acaba resultando intuitiva e hipnótica. Son estas particularidades por las que Boss, concebida como un reclamo crítico para la cadena Starz, ha acabado siendo un fracaso de audiencia. Respecto a los expertos, que parecen haber pasado página del cable de personajes más paciente y formal, no la han arropado más allá de las cantadas nominaciones a Kelsey Grammer como mejor actor en su mediática mudanza al drama, ni siquiera en una segunda temporada trepidante y de secundarios de infarto (razón: Ian Todd y Mona Fredricks). ¿Habrá más Boss, Globos de Oro aparte?

miércoles, 24 de octubre de 2012

The Walking Dead y el cable definitivo

Lo de dar el brazo a torcer es algo complicado, por muy zombi que seas, y más en esto de la crítica. Sin embargo, hasta los más escépticos tienen que reconocer que The Walking Dead ha entrado en la madurez con buen pie. Los primeros capítulos de la tercera temporada retoman la oscuridad que se ha ido trabajando la serie entre cambios de guionistas y sustituciones de showrunner, y parece que finalmente los muertos vivientes de AMC encuentran el tono perfecto de rojo sangriento. Menos filosofía – que para algo están los monólogos de Emanda – y menos idealismo – véase The Newsroom – en pleno apocalipsis; la ficción ha puesto a Rick a dar hachazos en la cabeza a diestro y siniestro, que es lo que quieren los espectadores y lo que por defecto han acabado prefiriendo los especialistas. The Walking Dead, una serie con la que se ha sido excesivamente condescendiente, empieza a ser legitimada con argumentos de peso; no tanto por méritos propios – aún está a varios pasos de ser buena – sino por haber revolucionado la producción de las cadenas privadas de cable y haber dado la vuelta al rasero crítico con el que tradicionalmente se las ha medido.


Entertainment Weekly aprovechó hace unos días el record alcanzado por The Walking Dead al convertirse en el estreno más visto en la historia del cable y lanzó seis consejos de programación que sus competidoras deberían guardar como libro de cabecera. Los zombis de AMC inauguraron en 2010 una línea conceptual que después han adoptado otras ficciones del pago como Juego de Tronos, Homeland o American Horror Story. El pedagógico cable norteamericano abandona poco a poco la dialéctica HBO vs. Showtime (hombre muy maduro vs. mujer muy madura, si se prefiere) y busca ciertos nichos genéricos para una audiencia más joven y específica, quizá no siempre el público objetivo de estas cadenas, pero sí el que las consume en ventanas alternativas y las promociona en redes sociales. 

Estas plataformas, que antes eran un lugar libre de apreturas económicas con posibilidades para pausadas aventuras argumentales y formales (Los Soprano, Boardwalk Empire), el tratamiento de ciertas sintonías generacionales (A dos metros bajo tierra, Mad Men) o la reflexión sociopolítica (The Wire, Deadwood), producen ahora ficciones de puro género, en los que se combina el entretenimiento con fenómenos culturales a los que no les falta enjundia; Juego de tronos y las fórmulas de la literatura fantástica ante la corrupción del poder; Homeland como la visión conspiranoica de la juventud ante las instituciones post-11S; American Horror Story y los traumas sociales a través del terror heredado del cine occidental. 

AMC es en gran parte culpable de este golpe de Estado a la programación de las privadas, históricamente instalada en los despachos de la más conservadora HBO (que también dio su propio volantazo hacia la autoría joven con How to make it in America y ahora Girls), así como del cambio de rumbo del canon crítico hacia las series de primera división. En 2007, la cadena estrenó Mad Men, cuya legitimación aun se cuestiona a falta de un mayor respaldo en números, y se consagró a una audiencia más joven, con más influencia en círculos sociales y profesionales que de carácter económico. Como apunta Concepción Cascajosa en Guía de Mad Men, AMC se dedicó a un público nacido en los 70, con nostalgia de sixties a lo Don Draper, y criado por géneros tales como el thriller político (Rubicon), el apocalipsis zombi (The Walking Dead) y el criminal policiaco (The Killing), algunos muy mimados ahora por los expertos catódicos. Al igual que a la audiencia, ¿se puede pedagogizar a la crítica?

lunes, 22 de octubre de 2012

American Horror Story Asylum, en los adictivos márgenes del relato

Ver a Adam Levine y Jenna Dewan-Tatum de luna de miel por los enclaves malditos de Estados Unidos en el primer capítulo de Asylum me trae a la cabeza otros paradigmas de lo contemporáneo como Scream y Moulin Rouge. Más allá de esta comparación en aparente modo random, lo cierto es que American Horror Story tiene tantas pretensiones como ambas películas, o incluso más, en su conciencia de las coordenadas del género. Y se agradece mucho. Así como en los primeros minutos del piloto Violet Harmon bromeaba sobre la familia Adams antes de poner un pie en la casa que se los iba a llevar por delante, Ryan Murphy y Brad Falchuk siguen haciendo coñas autorreferenciales sobre las fórmulas norteamericanas del terror; también lo hacían los protas de la saga de Wes Craven al adelantar el momento en que Ghostface iba a degollarles o McGregor y Kidman mientras cantaban canciones de amor cuando el espectador sabía de antemano que su romance iba a durar más bien poco.  

A American Horror Story, que afronta ahora la recta inicial de la segunda temporada, sigue importándole mucho más la forma del género (el cómo) que su contenido (el qué), y es para quitarse el sombrero que los productores sean capaces de tomarse en serio un proyecto tan arriesgado y hacer que triunfe de tal manera. Murphy y Falchuk han demostrado que pasan del relato terrorífico seriado – de hecho, cambian de tercio de una temporada a otra y se cargan el efecto diegético usando a los mismos actores en diferentes personajes – y prefieren usar el pastiche de referencias para tratar la relación entre el género y lo social. 666 Park Avenue ha venido a darme la razón y a consagrar AHS como su contrario; mientras ABC opta por usar con sentido serial-procedimental convenciones como la del edificio maldito o el pacto con el diablo con más o menos gracia y entretenimiento, el pelotazo de FX exprime todo el background sociocultural del género en detrimento de la historia.


American Horror Story. Asylum desarrolla el concepto de la serie poniendo en juego todavía más el crédito del argumento, y también lo entretenido que puede llegar a ser. La serie persevera en una revisión muy particular de las horas más oscuras de la hemeroteca yanqui al tratar los cuestionables orígenes del serial killer Bloodyface (Evan Peters); el presunto asesino es internado tras una abducción extraterrestre en la institución psiquiátrica Briarcliff, donde las creepy-torturas-experimentos varios de la hermana Jude (Jessica Lange) y el doctor Arden (James Cromwell) le harán la vida imposible. ¿Qué hay por debajo? Los extremos de la religión, la monstruosidad del progreso y las grietas de la crónica negra histórica. 

La segunda temporada de American Horror Story sigue estando a la vanguardia de la tele más contemporánea, aunque debe poner pie en pared antes de que el delirio argumental se le vaya de las manos. Aun así, la ficción confirma a Ryan Murphy como un autor televisivo magistral en sus discursos sobre la diferencia; la normalidad de lo nerd, de la sexualidad y de la locura, por ejemplo, son temas transversales en su trabajo. Su éxito radica en tomarse en serio no sólo el fenómeno fandom en lo comercial – convertir algo tan friki como Glee en una serie sobre lo que mola ser rarito – sino también sus posibilidades de tontear con la crítica en los márgenes verosímiles del relato – véase Nip/Tuck o la propia American Horror Story –.

lunes, 1 de octubre de 2012

Eric McCormack: "Will y Grace fue un momento importante en la revolución de la comedia"


"Ahora estoy en el proceso de desconvencer de Will Truman". 15 años y varios personajes después, Eric McCormack continúa haciendo balance de Will y Grace, y parece que sin ninguna intención de sacudirse lo que muchas estrellas considerarían polvo televisivo. La presentación en Madrid de Perception, que AXN España emitirá a partir de esta noche, contó con la presencia del actor (y los suspiros de parte de los asistentes), que pone cara, cuerpo y voz a un profesor universitario metido en harinas detectivescas: "Una de las virtudes de Daniel Pierce es que ningún detective ha sido interpretado por mí". Aunque en tono irónico, cualquier diría que Eric McCormack es consciente de que su participación es casi lo único bueno del popurrí procedimental que protagoniza. Sin embargo, que la filial cañí de AXN se haya animado a organizar un evento como el del pasado viernes compensa la friolera general de la serie.

La premiere de Perception, dentro de los eventos de pretemporada de Birraseries, vuelve a confirmar a los bloggers como vendedores principales de los proyectos más modestos de la ficción internacional, normalmente olvidada por los grandes medios. Y además, sirvió para reflexionar con la perspectiva de los años sobre una de las comedias más legitimadas por ellos. "Will y Grace fue muy importante en la revolución de la comedia en los años 90", remató Eric McCormack al ser inevitablemente preguntado por la sitcom de NBC que le dio a conocer: "Cuando me dieron el papel, pensé: 'Voy a ser gay durante el resto de mi vida". El actor canadiense interpretó al abogado homosexual Will Truman en una era catódica aún poco desprejuiciada, pero aguanta la carga gay-paradigmática con ligereza: "El público está dispuesto a seguirte por otros caminos, siempre que lo hagas de manera atractiva".

Precisamente así es como Eric McCormack concibe el proyecto de Perception, donde se mete en la piel de Daniel Pierce, un profesor universitario con una mente brillante al servicio de una alumna reconvertida en policía. ¿El único obstáculo? Padece esquizofrenia paranoide: "Lo que me gustó del proyecto es que en la primera página del guión había un profesional extremadamente inteligente, confiado, y en la segunda un hombre paralizado". Un gran actor dentro de un gran personaje con una querencia especial por el John Nash de Una mente maravillosa, pero con ciertas limitaciones. La principal, que debe demasiado, al menos argumentalmente, a demasiados procedimentales recientes a lo El mentalista o Castle (y a ciertos recursos whathefuckeantes para hacer avanzar la trama, más grave aún hablando de un piloto – véanse los anagramas). Demasiado Eric McCormack para tan poca Perception.