miércoles, 27 de abril de 2011

Por Scream, mato

Decir que Scream es la película de terror más influyente de la última década es un suicidio social, pero yo por la saga de Wes Craven mato. Y eso que tal aseveración no implica que cumpla los estándares de calidad que la crítica exige a una producción para que sea nominada a los Oscar o, simplemente, para que en Filmaffinity supere el 7 sobre 10. Porque Scream no tiene grandes interpretaciones, evidentemente no transgrede ni de lejos el lenguaje cinematográfico clásico (Noel Burch estaría de acuerdo conmigo), ni siquiera da mucho miedo, pero ha dejado una marca indeleble en el imaginario popular de las últimas generaciones y ha marcado el rumbo del cine de "terror adolescente” durante los últimos quince años. Amante irredimible del slasher, ese subgénero en que un grupo de quinceañeros es destripado por un zumbado rencoroso después de su primera sesión de alcohol y sexo, Craven aportó su granito de arena a finales de los 80 con perlas como Pesadilla en Elm Street o Las colinas tienen ojos, intentando seguir la estela inaugurada por el Psycho de Hitchcock y continuada por las leyendas La matanza de Texas, Halloween y Viernes 13. Sin embargo fue a finales de los 90 cuando el creador de Freddy Krueger demostró su valía revitalizando este género tan en horas bajas gracias al cuchillo fácil de Ghostface.


Y es que hay que reconocer que Scream no es un slasher cualquiera; es un slasher que habla de la influencia del slasher. Es cuando menos curioso que los asesinos de la primera entrega sean jóvenes que buscan la fama homenajeando a Norman Bates y Michael Myers, demostrando la peligrosa mitomanía de la adolescencia actual. De hecho, es imposible dejar pasar las innumerables menciones al terror ochentero, desde los pechos de Jamie Lee Curtis en Halloween al intento de la señora Voorhees de hacerse pasar por su hijo muerto en la Viernes 13 original. Por no hablar de los comentarios irónicos hacia las manidas convenciones de este tipo de películas (“la chica rubia huye de su asesino subiendo las escaleras en lugar de salir corriendo por la puerta”); precisamente el encanto de Scream para los seguidores del género reside en criticar esos trucos cutres de terror vistos mil veces para después ponerlos en práctica, buscando que el espectador los reconozca.

Algo parecido, e igualmente nostálgico, ocurre en Scream 2 y Scream 3, que, pese a perder parte de su contemporaneidad en el retrato social, no defrauda a los más freakys en su recreación de las reglas de las segundas y terceras partes, como el perfeccionamiento de las escenas de terror o el retorno al pasado. En una vuelta de tuerca, Craven dramatiza en las secuelas el estreno de una película (Puñalada) basada en los asesinatos de la primera Scream, lo que da lugar a un juego metarreferencial (en la tercera parte, todos los personajes tienen su doble interpretativo, y las secuencias están conscientemente inspiradas en la entrega original) que resulta realmente entretenido. Y es que Wes Craven demuestra en este punto ser un director posmoderno paradigmático; cuando todo está hecho, qué mejor que echar mano de lo que han hecho otros (o de lo que has hecho tú mismo antes).


Es precisamente eso por lo que la maestría del cine de Craven está en el debate público-cinéfilo otra vez. Con Scream 4, el realizador ha hecho un remake (que no una secuela, ojo) de su primera Scream, convirtiéndose en una de las películas más autorreferenciales de las últimas décadas. En esta ocasión los personajes vuelven a Woodsboro, el punto de partida de los asesinatos, en que la historia se vuelve a repetir confrontando las referencias clásicas del género con las reglas del terror actual, como la muerte en vivo (El proyecto de la bruja de Blair, Saw, Rec…), para acabar diciendo que los tiempos anteriores siempre fueron mejores. El cierre de la saga acentúa su tono ácido, y no sólo respecto al slasher, sino a la televisión. Si ya en las primeras entregas Craven consagró a actores televisivos como Neve Campbell (Cinco en Familia) o Courteney Cox (Friends), en este caso cuenta con Anna Paquin (True Blood), Kristen Bell (Veronica Mars), Alison Brie (Mad Men), Mary McDonell (Battlestar Galactica) y Hayden Panettiere (Héroes, que incluso bromea con su papel en la serie). Gracias a este intento de acercar la saga a los quinceañeros de hoy en día, Craven consigue perfilar su crítica a la juventud; los asesinos 2011 son capaces de eliminar a sus amigos por conseguir un buen puñado de fans (referencia facebook). Es cierto que Scream 4 pierde parte de su carisma según pierde su seriedad en el tono… pero es que el "terror adolescente" del nuevo siglo ya no pretende dar miedo. Puede que Scream (y sus secuelas y remakes) no sean grandes películas de miedo, pero son imprescindibles para todo amante incondicional del slasher.

domingo, 24 de abril de 2011

Juego de Tronos para principiantes

Juego de Tronos ha sido el estreno televisivo más juzgado de la temporada. No me equivoco en eso. Y mucho menos al decir que también ha sido el más esperado, aunque eso es más comprensible teniendo en cuenta el bombardeo diario de sneak previews que hemos sufrido (algunos tomaréis el verbo sufrir en su acepción negativa, y otros en la positiva; en este punto tenéis libertad) y, sobre todo, la contribución de los fieles seguidores de la saga literaria a esta campaña publicitaria. Y es que para aquellos que no hemos leído ninguna de las novelas de George R. R. Martin que componen Canción de hielo y fuego (y para los que ni siquiera hemos visto uno de los miles de teasers colgados en la red), enfrentarnos al primer episodio de Juego de Tronos “a pelo” es todo un reto. Sin embargo, creo sinceramente que despojar al estreno de las expectativas generadas por los lectores es un punto a favor de la serie… O dicho de otra manera, creo que muchos lectores han debido de sentirse decepcionados porque, y aquí es donde puedo granjearme enemistades, el piloto de Juego de Tronos no es para tanto.


Desmontando falsos mitos, hay que decir que Juego de Tronos no es El Señor de los Anillos. Pese a estar ambientada en un mundo ficticio medieval (es innegable que la cabecera de imágenes animadas – una de las intros más bonitas y didácticas vista en mucho tiempo – tiene ese airecillo nostálgico de los mapas de situación incluidos en este tipo de novelas de fantasía), las diferencias entre las adaptaciones cinematográfico-televisivas de Tolkien y Martin son considerables. Y es en este punto donde Juego de Tronos se desmarca; sus ambientes de oscuridad (el comienzo es digno de una peli de terror), confabulación (el final es sobrecogedor) y sordidez (su suciedad es de lo mejor de la serie, aunque muchos desnudos “canten” por innecesarios) sitúan a Juego de Tronos más cerca de un peplum sangriento (la primera escena huele a Gladiator) o de la intriga palaciega (Elizabeth o Los Tudor) que del idealismo de las sagas fantásticas literarias.

En cuanto a la segunda leyenda urbana, Juego de Tronos no es Los Soprano, y tiene poquito de la HBO más clásica. Es posible que los lectores de Canción de hielo y fuego vean a los mafiosos de Nueva Jersey en Invernalia, pero lo visto hasta el momento no se acerca ni de lejos; si en próximos capítulos veo algo de Tony Soprano en cualquiera de sus personajes, la seguiré hasta el final. Juego de Tronos tampoco cumple con lo esperado de una serie de la HBO; cualquier piloto emitido por esta cadena en los últimos años (véase Treme, Boardwalk Empire, e incluso True Blood) tiene un desencadenante histórico o socio-cultural más significativo que esta nueva apuesta. Juego de tronos es pura ficción, puro entretenimiento. Y eso no es malo (de hecho, ha sido mucho más visto que los ejemplos anteriores), pero no está de más tener en cuenta que podría haber sido llevada a la pequeña gran pantalla por cualquier otro canal con el mismo potencial económico.

Aunque Juego de Tronos no tenga todas esas cosas, tiene otras igualmente muy buenas. Es cierto que, pese a no haber satisfecho algunas expectativas muy optimistas, el del domingo pasado fue un buen estreno. Es una serie bien interpretada, bien dirigida (Tim Van Patten nunca decepciona, de ahí su gran currículum) y muy bien ambientada; el primer episodio plantea perfectamente las líneas de continuidad y crea gran tensión (simplemente la frase “Winter is coming”, título del episodio, suena como una una amenaza para los próximos capítulos, y el final del piloto es de impresión)... Juego de Tronos promete mucho más por el desarrollo de su primer capítulo que por toda la campaña que le ha precedido; es uno de esos casos en que la maquinaria publicitaria ha hecho flaco favor a una serie con un comienzo modesto que, sin embargo, tiene toda una temporada por delante para hacer que nos quedemos con ella. Y es que, para qué engañarnos, mola mucho más el tono sórdido y tenebroso de Martin que la ñoñez extrema de Tolkien...

lunes, 18 de abril de 2011

Adolescentes, Coca-Colas y el fin del mundo: El Barco

El Barco es una de esas series españolas en las que los guionistas intentan trabajar honradamente, con ideas buenas, pero sin dinero. Se parece a El Internado, le gustaría parecerse a Perdidos y tiene mucho (demasiado) de Los Hombres de Paco. Incluso así es original y arriesgada, interesante y, por qué no, una de las mejores series que se ha hecho en España.

De Perdidos ha heredado la música, la tensión de los capítulos y esa angustia contenida que reina todo el rato en el barco; aunque sobre todo ha heredado (heredar como sinónimo de copiar, plagiar, inspirarse en, etc.) la tipografía de las letras de la serie y el comienzo, tanto en estructura, como en imágenes. Las dos series comienzan con un: “En anteriores capítulos” (cosa bastante habitual), luego muestran un pequeño adelanto del capítulo que van a emitir (lo suficiente como para que quede claro su planteamiento o quizás alguna escena sin tensión y que pretende ser divertida - en Perdidos, obviamente no solo lo pretendían - ) y, acto seguido, cortando en un momento de tensión: la cabecera. Es decir, el nombre de la serie en letras grandes y blancas con un fondo oscuro y con un sonido extraño (de distorsión en Perdidos, de radar de submarino - que no de barco - en El Barco).


De El Internado tiene lo peorcito, es decir, varios actores (actrices en este caso) que realizan el mismo papel que en la otra serie, sobre todo Blanca Suárez; el empezar los capítulos y terminarlos con una niña contando su vida y el maldito emplazamiento publicitario que hace incluso cambiar tramas. Podemos estar tranquilos, si el mundo se acaba podremos seguir comiendo ensaladas Isabel y bebiendo Coca-Cola. Esto es lo que hace que una serie que pudiera ser muy buena se convierta en una españolada para vender; estamos convirtiendo el product placement en algo tan típico como la pandereta y los toros... Olé.

En cuanto a Los Hombres de Paco tenemos (aparte de actores), ese estilo de centrar todo el peso emocional de la serie en dos tramas amorosas principales y una (o varias) de comedia de sainete, es decir, unos protagonistas muy heroicos, muy dramáticos (hablo del Capitán, de su hija, de Ulises y de la doctora) y otros “graciosos” (me abstengo de poner más comillas por el momento) como son el Suboficial, la cocinera y Fiti y Wilma. Con lo que tenemos varios dramones y alguna comedilla (este término debería existir y significar comedia romántica con menos gracia y menos romanticismo que la peor de Sandra Bullock). Acción, amor y graciosillos, es decir, Los Hombres de Paco.


Pero la serie también tiene aciertos, no penséis, el desarrollo es muy original e interesante, consigue mantener la tensión y el misterio (si no se columpian ampliando la trama con temporadas y temporadas de musculitos y tetudas dándose baños, claro) y los efectos especiales y exteriores son de lo mejorcito que se puede ver hoy en la tele nacional (aunque Ángel o Demonio está dejando bastante mal parados los efectos especiales de El Barco - inolvidable esa erupción volcánica tan creíble y realista - ). Concluyendo: una serie muy buena (muy buena), con algunos actores buenos (dos) y con una trama bastante cuidada y lograda, pero que peca de lo mismo que todas las series españolas, de querer gustar a todo el mundo, de querer emitirse en un horario infantil, de meter niños y adolescentes, de meter desnudos porque sí, de que prime la trama romántica (forzadísima y superflua en la mayoría de los casos), del humor de cacaculopedopís, de personajes planos y del maldito (MALDITO) emplazamiento publicitario. Estoy deseando que alguien compre los derechos de la serie y ver la versión americana.

Colaboración de Alejandro Marcos

domingo, 17 de abril de 2011

The Crimson Petal and the White; la flor negra de la BBC

“Londres, 1874. Estate alerta. Esta ciudad es extensa y complicada, y no sabes lo que te puedes encontrar. Crees, por otras historias que has leído, que la conoces bien. Esas historias te complacieron. Pero eres un extraño de otro tiempo y otro lugar”. Así comienza la narración de The Crimson Petal and the White, la miniserie de cuatro capítulos estrenada a principios de abril por la BBC Two, probablemente uno de los proyectos más arriesgados de la cadena británica en los últimos años. Y no podría haber mejor comienzo para una historia que, no sólo en la adaptación televisiva, sino también en la novela original, es claramente consciente de su transgresión narrativa y formal, de su intención deliberada de violentar los límites impuestos por la ficción clásica.


De hecho, la versión literaria, publicada por Michel Faber en 2002 bajo el mismo título (traducido al español como Pétalo carmesí, flor blanca por el contraste de los dos personajes femeninos), acerca de una joven prostituta un tanto manipuladora, está considerada como uno de los ejemplares más ilustrativos de eso que los gafapastas llaman cultura posmoderna de la pasada década. O dicho de otra manera: podemos aventurarnos a afirmar que The Crimson Petal and the White es una traslación televisiva y malrrollera de la estética desarrollada por pelis como Romeo y Julieta y Moulin Rouge (curiosamente ambas de Baz Luhrmann), incluso el último Dorian Gray (haciendo un gran favor al último ejemplo con la comparación), pues combina a la perfección la sensibilidad contemporánea y las convenciones de la literatura folletinesca clásica; algunos valientes dicen que Charles Dickens habría escrito esta historia si hubiera tenido algo más de libertad, y otro tanto para Wilde.


Y es que es cierto que The Crimson Petal and the White (de nuevo me refiero a ambas versiones) amplía los límites de lo políticamente expresable en una narración convencional, tanto en el argumento como en lo visual (Zola también habría envidiado esos ambientes sórdidos y desagradables de la serie para su propia Nana). Ya desde la primera (y genial) escena, la producción armoniza de manera inquietante la densidad de la prosa victoriana de la novela y una planificación audiovisual muy dinámica, intuitiva, que se basa en el montaje rápido para introducir al espectador en la mente maquiavélica de la protagonista, Sugar (Romola Garai). Esto sirve de aviso para navegantes; el episodio piloto es un filtro incómodo para el público más perezoso, pues, siendo sinceros, es innegable que la historia impone unas reglas del juego un tanto agresivas. Pero es un coste muy bajo; puede que The Crimson Petal and the White sea uno de los descubrimientos de la temporada. Imprescindible y perturbadora.

miércoles, 13 de abril de 2011

Lights Out; lo que pudo ser y no fue

¿De qué va Lights Out? Ante tal pregunta, los seguidores de la serie tendemos a decir: “Lights Out es una serie de boxeo”. Y tal respuesta genera muchas expectativas; lo mismo nos pasó minutos antes de darle al play al piloto de la serie a aquellos que hemos seguido los trece capítulos desde el principio a la cancelación. Vale, la historia de Patrick Lights Leary (Holt McCallany), boxeador retirado por motivos familiares que vuelve al ring por no echarse los dientes al bolsillo (y por un poquito de añoranza también), refresca el recuerdo de paradigmas del género como Toro salvaje, Rocky (cómo no), e incluso la más moderna The fighter (por poner un ejemplo pugilístico crepuscular, con ese tonillo trágico y sombrío que se lleva tanto ahora). Pero Lights Out quería ser más que eso, para bien y para mal; algo más contemporáneo, más cercano a nuestra televisión y a nuestros días.


Más allá de establecer las expectativas que sitúan al espectador en las coordenadas del género, como los imprescindibles entrenamientos bajo la lluvia o puñetazos en el saco (además de esa cabecera a lo años setenta), lo cierto es que el excepcional piloto de Lights Out (excepcional sobre todo teniendo en cuenta el desigual desarrollo posterior de la serie) nos prometió un plus de Los Soprano y un poquito de Clint Eastwood para compensar la pereza que produce el rollo Sylvester Stallone. Lo realmente bueno de la serie, y lo original para una serie de boxeo, fue el planteamiento inicial acerca del acceso del protagonista al mundo mafioso y clandestino alrededor de los combates; ¿una cuestión de necesidad económica o más bien un deseo reprimido? Y es que los momentos en que más disfrutamos de Patrick es al ver su lado Tony Soprano, cuando duda entre asistir a la comida familiar dominguera o partirle los brazos a un tío para conseguir algo de pasta, cuando se debate entre sus ganas de ponerse los guantes por última vez o hacer la cena para su mujer y sus tres hijas.


Precisamente la incapacidad de los guionistas-productores a la hora de combinar esas dos caras tan dispares del mismo personaje ha sido el principal lastre argumental y estructural de Lights Out. Tan pronto veíamos a Patrick partiendo la cara de algún borracho vacilón u organizando el apaleamiento de un concejal tocapelotas como preparando la barbacoa con las zapatillas de estar por casa. Y después de tan poca sutilidad entre una cosa y la otra, una visita al confesionario en el último capítulo no es suficiente para expiar tanta pierna rota y tantos capítulos con un error de tono enorme a cuestas. Aunque muchos preveíamos una vida corta para Lights Out (ya desde el piloto se avecinaba la tragedia, ya fuera demencia del púgil o puñalada del mafioso), Patrick ha acabado pagando el pato de la cancelación. Pero finalmente, poniéndonos menos dramáticos, se agradece que las cadenas emprendan proyectos tan serios y dignos como éste: todavía se pueden contar historias de plena actualidad (en época de crisis, hasta el campeón del mundo de los pesos pesados tiene problemas para ganarse el pan) echando mano de productos de géneros adaptables a las exigencias de la televisión y el espectador de hoy en día, aunque sea a través de referencias ya un poco manidas.

lunes, 4 de abril de 2011

Crematorio; comparaciones aparte

El skyline del Levante español, antes virgen y ahora en rascacielos. Andamios, grúas, prostitución, alcohol y drogas. Cenizas y cadáveres. La cabecera de Crematorio, con esas imágenes acompañando a Loquillo, es seguramente la intro más comentada de las últimas semanas por ser una versión made in Spain de la de True Blood. Y las comparaciones no acaban ahí... Ya desde antes de su estreno a principios de marzo, blogueros y twitteros proclamábamos las bondades del proyecto Crematorio con titulares como “HBO a la española” o “No es Baltimore, es el Levante español”. Que se dice pronto... Y es que es cierto que Crematorio parece haber nacido como un proyecto claramente consciente de su intención de revitalizar la ficción televisiva española; tramas, personajes, respaldo social y cultural contemporáneo, formato, duración y mucho más se inspiran en los mejores dramas estadounidenses y británicos. Lo excepcional es que la serie de Canal Plus está cumpliendo con estas expectativas, de los más entendidos, y con el entretenimiento del público amateur. Y todo ello de lejos.


Es inútil negar las similitudes que Crematorio guarda con esos productos de los que parece haber tomado algo, y es inútil también negar lo que mola hablar de ellas; ¿realmente hace falta una lista de comparaciones para legitimar su calidad? Es imposible dejar de ver Los Soprano o The Wire tras el entramado de intereses en conflicto alrededor de la corrupción urbanística en la costa levantina (el entierro del primer capítulo de Crematorio parece un homenaje a los velatorios “familiares” de Tony Soprano), así como en los personajes protagonistas; José Sancho recuerda tanto a Gandolfini como Monserrat Carulla a Olivia Soprano, la mafiosa matriarca de Nueva Jersey; incluso la nieta de Sancho en la ficción es tan tocapelotas como el hijo de la Patty Hewes de Damages. Más allá de coincidencias argumentales, el principal valor “a lo anglosajón” de Crematorio es su formato, un drama de casi una hora de duración por capítulo articulado en ocho episodios por temporada.

Este elemento transgresor, que permitirá tratar tramas y personajes con más paciencia y efectividad, es tanto un riesgo (pensemos que los espectadores españoles están acostumbrados a series interminables) como una ventaja. Precisamente este "tuneado" occidental es un punto a favor de una posible exportación de la serie. A ello se suma una planificación audiovisual muy digerible (hace mucho tiempo que no veía un flashback tan bien utilizado en televisión), una estética elegante pero sencilla, unos exteriores identificables sólo para el público español y un reparto poco conocido en el extranjero (para evitar localismos). También habría mucho que comentar sobre el tono “más adulto” de la serie; el hecho de que se emita en un canal de pago permite dirigirla a un público más concreto (a priori, adulto y masculino) a través de ciertas “licencias de calidad” como los desnudos (ya lo hizo la HBO con Los Soprano, The Wire o Dime que me quieres).

Sin embargo, aceptemos que las comparaciones son odiosas y dejémoslas a un lado. Lo realmente encomiable de Crematorio es que, a pesar de dar un giro de 180 grados a la producción de televisión castiza, se niega a renunciar a la esencia cultural española; ¿quién va a querer ver una serie española que no tenga algún momento de lo más cañí? Y lo que es más valiente aún, Crematorio, a diferencia de la mayoría de lo que que se hace en nuestra industria catódica, se atreve a articular un discurso político de lo más contemporáneo; es una adaptación de la novela de Rafael Chirbes, del mismo título, que tiene mucho que decir sobre el distanciamiento de la familia y las raíces culturales en la sociedad del lujo (todos nos acordamos de Jesús Gil y las fiestas de Marbella hace apenas 20 años al ver esta serie). Y es que podríamos concluir que Crematorio es la fábula más precisa sobre la construcción del hombre español tras la Transición gracias al imperio del ladrillo; hombres ambiciosos que, con la intención de levantar un país empobrecido por una dictadura, sucumben a la avaricia a través del delito y el crimen.